La droga de la obediencia

 

 

 

LA DROGA DE LA OBEDIENCIA

Asistimos y no sin preocupación a un nuevo abuso terapéutico que incide en esta ocasión sobre la infancia. Efectivamente, desde el campo de la clínica nos preguntamos por qué la manifestación de una reacción, una simple actitud (eso sí, molesta) está siendo catalogada de enfermedad con un eufemismo: Trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH).

Hegel. Dialéctica del Amo y el esclavo


 Un amplio espectro de profesionales, bajo unas más que dudosas bases diagnósticas han lanzado a padres y educadores en la búsqueda del hijo o alumno rebelde; una vez localizado se dispone para él del caramelo químico. Si otrora el Prozac fue la panacea en el adulto, ahora es el Ritalin (metilfenidato) para el niño. Algunos ya la denominan “La droga de la obediencia” Pero ¿A qué obedece realmente la droga?

El TDAH es en primer lugar una más de las pobres aportaciones a la clínica de los EEUU para una enfermedad tal vez inexistente y un remedio legalizado en forma de droga  para tranquilizar a los familiares de los supuestos enfermos. Si su hijo, o su alumno se muestra inquieto, hiperactivo, físicamente impulsivo y tiene dificultades en mantener la atención un tiempo razonable, con movimientos frecuentes, déficit en la memoria inmediata y poco tolerante a la frustración..., en definitiva: impulsividad, hiperactividad y falta de atención, tiene ante usted un sujeto susceptible de padecer TDAH. Es decir casi todos los desmotivados alumnos de nuestras  aulas y los retoños del hogar que a su manera a veces provocativa denuncian la soledad que compartimos.

Sobre el síndrome en niños se empieza a hablar hacia el año 1902, en adultos en la década del 70. Miles de familiares o profesores adiestrados escanean a su alrededor señalando con el dedo a todo aquel que se mueve.

El Ritalín es el fármaco más usado contra la hiperactividad. Su factor activo se llama MPH (methylphenidate hydrochloride). Un estimulante cuyo efecto chocante es calmar la agitación. Descubierto en los años 40 y usado a partir del 1956 bajo autorización de la  FDA (Federal Drug Administration) del Gobierno de EE.UU y fabricado por Ciba-Geigy (Novartis)

Los alarmantes datos son fácilmente localizables y podrían causar risa de no ser por sus efectos: En la última década se ha multiplicado por siete su prescripción, hasta el extremo de una terrible naturalidad en la vida educativa de cuatro millones de niños estadounidenses. En nuestro país, el Hospital Universitario Ramón y Cajal detectó el pasado año 400 pacientes catalogados TDAH, con problemas de conducta y déficit de atención, indisciplinados. El Hospital de Riaño valora que de los 9626 chavales  comprendidos en el abanico de edad de 15 a 19 años, hay entre 386 y 674 casos. En La Redondina, en Liviana (Asturias) se habla de 1000 niños. La Consejería de Sanidad de Canarias calcula en 12000 (Enero de 2006). Una prevalencia entre el 3 y el 5% de la población y centrada en varones respecto a las hembras en relación de  5 a 1.  En definitiva, que entre diagnosticados y los susceptibles de serlo tenemos casi el total de la población.

Para la industria farmacéutica todo un éxito.  Concerta, uno de los apelativos del Ritalín obtuvo ventas de 720 millones de dólares en EEUU el 2004. En Brasil 71000 cajas en 2000 y 739000 en 2004. Entre el 2003 y 2004 un incremento del 51% en ventas según informa el Instituto brasileño de defensa de los usuarios de medicamentos.

El panorama no es alentador. Profesionales, padres y niños, estos últimos en alarmante pandemia. Pues bien, si para algunos progenitores y docentes significa una supuesta tranquilidad, creo oportuna una reflexión para todos los clínicos. ¿En qué se avala el diagnóstico? Si los siglos pasados la clínica francesa y alemana sentaron las bases de la nosología clásica, hasta el punto que la única aportación americana fue la neurastenia de Beard, el final del XX sufrimos el abuso del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM) que en sus diferentes versiones abandonó la psiquiatría dinámica y empezó su carrera para clasificar el comportamiento, alejándose del modelo nosográfico. Anuló las entidades, las estructuras clínicas para dar importancia a los síntomas. Términos como neurosis, psicosis, perversión pasaron a denominarse disorder (trastorno, desorden) Trastorno mental sustituyó a enfermedad, significante este que  podría hacer que el paciente se querellara contra el profesional.

Trabajar con el DSM es convertirse, con todas las reservas y respeto en un ingenuo amo experto en clasificación psicopatológica respaldado por la temible industria farmacéutica. El que no dispongamos de tiempo para hablar y menos para escuchar,  no nos autoriza a equiparar el psiquismo con un tubo de ensayo.

Los síntomas y sus manifestaciones padecen las crisis sociales y reclaman la palabra como valor de cambio. El síntoma es manifestación de una estructura y ésta es el baricentro de la clínica. De ella es de la que no se habla al definir trastorno. La hiperactividad es tan sólo un síntoma, la línea divisoria entre la demanda del niño y lo soportable del adulto. El síntoma surge donde falla la palabra, cuando la comunicación simbólica se ha roto “hablar por otros medios”. Medicar el síntoma es silenciarlo y si se paraliza, si se tapona, buscará nuevas vías de escape dando pie a la posibilidad de que la estructura genere nuevas manifestaciones sintomáticas. 

 

Las entidades clínicas reclaman un curso, una semiología, una etiopatogenia, una evolución y una terapéutica. Al preguntar sobre las bases etiológicas del TDAH, como suele ser habitual se recurre a razones biológicas, trastornos de base neurobiológica..., siempre el eclecticismo terapéutico cuando no se tiene qué decir. Hasta la fecha ninguna base que dé razones sobre lo que ellos llaman trastorno.

No hay dato que aguante un primer envite, ni nada que indique diferencias orgánicas, ni razones bioquímicas. Es el binomio secreción-significación. Se busca en el cerebro lo que surge del ambiente. Atribuimos a la genética el fracaso de nuestro sistema social. Lo único destacable y sobre lo que se incide es sobre el hecho comportamental y su expresión hiperactiva.

 

Se argumenta el uso paralelo de la medicación y la psicoterapia. Pero cuando se paraliza al niño, cuando Ritalín está, qué le queda al sujeto de su queja.

Opiniones más preocupantes sin una base nosológica, apuntan con la amenaza de que de no ser tratados de tal guisa pueden desarrollar trastornos por ansiedad, depresión, dislexia y bipolar. No atisbo a captar la relación causa-efecto.

Los opuestos se ponen las manos en la cabeza ante el éxito comercial y el peligro que puede derivarse de su administración, ya que dosis elevadas son susceptibles de generar vómitos, alucinaciones, convulsiones y llevar al coma. También  relacionan con su administración la falta de apetito, insomnio, tics, ansiedad..., La DEA (Drug Enforcement Administration) asocia al abuso de esta droga con fenómenos psicóticos, delirios, alucinaciones.

Esta es una denuncia respaldada por profesionales de todos los campos de la clínica: Psicoanalistas, psiquiatras, psicólogos.

Los padres deben ser informados de que comportamiento o actitud no equivale a enfermedad, aunque trastorne. Es evidente que la familia encuentra un alivio ante la actitud del hijo incapaz de permanecer quieto en clase, pero ello no autoriza a domesticarlo.

 

¿Qué pasa con nuestros hijos desmotivados, cuál es su falta? Debemos preguntarnos si es mejor poner remedio a la educación o medicar el alma con esta política de racionalizar el medicamento.  Ahora el niño ritalinizado es insípido, psicotropizado, sin significación, eso sí normalizado, un nuevo drogadicto que puede recurrir a la química cada vez que algún interrogante personal le cuestione en el futuro.

 

Ya al hablar de la psicofarmacología, Heri Laborit, su inventor, manifestaba que no era la solución. A pesar de su prestigio, el uso generalizado del fármaco ha acabado alienando al sujeto y pretende salvarle del mismo hecho de ser humano y de ser susceptible de actitudes, de comportamientos, de ideas que preocupen al estamento social. Ni ella, ni él pueden ser administrados de una manera indiscriminada, globalizada, que nos haga perder la identidad.

Un síntoma como la hiperactividad necesita ser subjetivizado, interpretado en su sentido significante, es decir en la denuncia que lleva implícita respecto a la familia, la escuela, la globalización, la sociedad que nos metaboliza y nos descontrola.

Es una reflexión para todos. No podemos ser silentes ante evidencias de tal magnitud. No hay ninguna obligación de ser feliz, ni ningún imperativo que nos exija crear un “Good Citizen” a costa de deshumanizarlo.

 

Isidro Rebollo Conejo

Psicoanalista. Dr. en Psicología

Professor en L'IES “Salvador Espriu”

 

 Girona,  6 de febrero de 2006.

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