La supervisión en la institución hospitalaria


 

De un tiempo a esta parte y de manera paulatina observamos en las Instituciones Hospitalarias de nuestro país la presencia del psicoanalista. Inusual hasta este momento, el psicoanalista en funciones de supervisor no resulta ya una figura atípica en esos lugares. Conviene, pues, adentrarnos en la problemática de esta función y de su posibilidad en las estructuras hospitalarias actuales.



Generalmente se tiende a relacionar la palabra supervisión con la de control, dado que ambas tienden a ese ejercicio que implica una visión superior que detecta el error o la deficiencia en los otros basándose en la experiencia, que no excluye un saber sobre aquello que se supervisa. Tales términos aluden a posiciones del superyó como instancia  observadora y crítica que se imponen al sujeto desde el interior o desde el exterior.

Pues bien, en ese sentido, de alguna manera, la supervisión ha existido siempre en las Instituciones Hospitalarias; su misma estructura dispone organizativamente  de una función de control en una doble vertiente; interna, sobre el funcionamiento de los técnicos y externas, cuyos agentes serían las instancias político sociales que determinan la función de la institución misma. Estas dos vertientes no son excluyentes, sino, que están íntimamente relacionadas, al punto de que generalmente la segunda determina la primera.

En la actualidad, dentro de las Instituciones Hospitalarias de nuestro país, generalmente las de carácter público, caben reconocer a tres grupos de personas que tradicionalmente han constituido y constituyen  los agentes sociales, que con diferentes funciones o responsabilidades dan respuesta al fenómeno psicopatológico. En primer lugar encontramos al poder administrativo que realiza una gestión de control ideológico. Responde obviamente a la ideología que acerca de la salud domina en el momento. Este poder legaliza a aquellos técnicos que pueden responder como trabajadores sociales a las cuestiones que se plantean. Hay pues un acuerdo tácito, otras abiertamente, entre lo administrativo y lo médico que definen bien la solidaridad que desde antiguo les caracteriza.

La gestión que define al médico es en un principio facultativa; pero a aquellos que se les supone un saber sobre el hecho psicopatológico y así son legitimados por los poderes públicos, estos mismos, siguiendo la tradición de la disciplina, les exigen una norma moral. Su práctica está hipotecada por los mismo principios morales que rigen desde sus orígenes.

En el ámbito hospitalario encontramos en ocasiones el discurso propio del poder eclesiástico. Su discurso moral incide sobre un cuerpo moral. Sabido es su poder e influencia fáctica. Por consiguiente tres estructuras relacionadas, ejerciendo su poder sobre el discurso del Otro. Puede que no siempre se den estructuras similares y que encontremos variaciones en algunas de las esferas de poder, epero este modelo no es por ello menos representativo.

Nadie ignora que la función médica en tanto poder facultativo es aquella que ejerce una actuación directa sobre los pacientes de la Institución. Si analizamos los discursos que se generan en la I.H. sobre la base del discurso psicoanalítico, encontramos una prioridad: El discurso del Amo. A la estructura de dicho discurso corresponden el discurso legal, el del médico y el propiamente moral:

Agente                Otro

    S1      ---à       S2    

    S /           //       a

 Verdad      Producción

 

En la parte superior del discurso justamente se observa la relación amo-esclavo

S­­­1---> S2. Encontramos al médico en esa posición y al enfermo al que se dirige su acción en posición de esclavo. El amo es pues el que domina; sólo le demanda al otro que ponga su cuerpo a la disposición de su mirada para transformarlo en objeto de su saber psicopatológico. El acto médico (diagnóstico-terapéutica), no revela sino la dominancia de uno sobre otro, cuyo producto será el plus de goce del acto médico. El médico al identificarse al significante amo (S1), no puede ver otra cosa que la verdad que su mismo saber instituye. Efectivamente, en el matema, la verdad del amo queda escondida debajo de la barra y lo que aparece debajo es el sujeto en el lugar de la verdad.

¿Qué hace el médico con ese cuerpo que le entrega el otro (S2), enfermo?. Hace signos de esos síntomas que en tanto significantes, remitirán a otros significantes; es decir, recapitula sobre su saber haciendo semiología. El sujeto ha caído pues, a rango de objeto del saber piscopatológico. El producto de esta operación definido por el diagnóstico y la terapéutica está representado por el objeto petit  a, plus de goce,. De tal suerte, el enfermo y su subjetividad, si queremos, la dimensión del Otro como lugar de remisión de un significante a otro significante, aparece oculto en el lugar de la verdad; lugar que alcanza la interpretación en el discurso psicoanalítico: el saber al lugar de la verdad

Agente                Otro

    a     ---à      S/    

   S2           //      S1

Verdad           Producción

 

El discurso del amo indica además la identificación de su agente al discurso universitario. Esta identificación se define a partir de la relación de ese médico, antes estudiante, con el saber de su disciplina. Es decir, que como estudiante que ha sido ha ocupado el lugar de (a) en el discurso universitario, hacia quien se ha dirigido la red del saber (S2) de la psicopatología como batería de significantes, lugar al que a su vez está identificado el profesor.

 

Agente                Otro

     S2    ---à       a     

    S1           //       S/

Verdad           Producción

 

Lo que se observa aquí es la relación entre el saber y el poder, pues, el poder del amo médico nos reconduce siempre al deseo de saber del estudiante. Su fidelidad a los conocimientos de la disciplina que lo garantiza promueve en él el acto médico, que srá tanto mejor cuanto menores sean las dudas, las fisuras que en su ejercicio se el presentan para obtener ese saber presentificado por su propia disciplina. Esto es lo que asegura y no la duda o la sorpresa, el funcionamiento de su discurso.

Pero, a veces, el enfermo (S/), si se interroga planteándose la cuestión de su sexo, o la cuestión de la procreación, se coloca en el lugar de agente, se escapa a las redes del saber psicopatológico, es decir, no brinda su cuerpo para que el otro obtenga un plus de goce, sino como S/ con síntomas que escapan al sabeur del amo. Ahora su cuerpo no es un depósito de saber sino de desconocimiento. Es el discurso histérico. Produce un saber que ya no es un objeto (enfermedad-diagnóstico) sino el saber histérico.

Agente                Otro

      S/   ---à       S1     

     a           //        S2

Verdad           Producción

 

Pone de agente a sus síntomas en busca de un amo, a quien confunde con (S1). Quien puede sugestionar, pero no curar. El objeto petit(a) está colocado precisamente en el lugar de la verdad, el S/, no puede, en dominancia, confrontase con el objeto Sua (S/ deseo de a) que es la fórmula del fantasma. Sus síntomas no se pueden ordenar para obtener significación, porque ese producto (S2) no está en relación con el objeto, como en la fórmula del amo. Es por tanto la inversión del discurso universitario, donde (S2), está en dominancia, pero donde el fantasma no puede aparecer.

En tal estado de cosas, pude suceder que el médico no se identifique al (S1), significante amo, que como agente de su discurso, le estaba reservado. O sea, que lo que aparece ahora es S/ agente del discurso, su subjetividad, no soporta ser el amo (S1), no funciona como médico.

Podemos plantear así una suerte de histerización del discurso médico. Es esta histerización del médico la que abre la vía de la transferencia y correlativamente promueve la demanda. Efectivamente, un cierto impasse en la práctica moviliza la necesidad de un nuevo recurso: Se reclama la presencia en la institución del analista supervisor.

Por consiguiente en ese desplazamiento, nos encontramos de entrada una transferencia al psicoanálisis que toma cuerpo en la persona del analista

 

   S----------------------à Sq

         S ( S1,S2, … Sn)

 

Ni que decir tiene que nos encontramos en la vertiente imaginaria de la transferencia. De la otra transferencia, la simbólica, es de la que no debe olvidarse el analista.

Bien hasta ahora hemos planteado el por qué de una demanda señalando la histerización proveniente de los agentes clásicos y conocidos de la Institución ante un problema conexionado directamente con el saber. Desplazaremos nuestra atención hacia el leif motiv de la demanda. ¡Qué desea el que demanda?. Generalmente lo que demanda es algo que no coincide con lo que entendemos por supervisión. Es decir, la búsqueda e la aprobación en el didacta, en el supervisor. Busca recibir una aprobación en la que garantizarse con respecto a una práctica, práctica que se resume en la búsqueda de un saber, que además de calmar la angustia ante la sorpresa, promueva una  nueva garantía sobre ella. Dicha búsqueda de confirmación en un saber obliga a formularse quién se autoriza, uno en sí mimo o en el supervisor. Nos encontramos ante la confusión del que demanda. Pero, si entendemos que la demanda  vehiculiza el deseo, le corresponde al analista no hacer signos con aquellos significantes que le dirigen, sino más bien mostrar esa nueva dimensión, que ajena a la petrificación del significado permita la existencia de una nueva clínica, la clínica del Otro.

¿Qué respuesta le cabe a esa demanda por parte del analista supervisor?. Es ya un lugar común que a la demanda no se puede responder en los mismos términos en que está formulada, por el hecho que de toda respuesta a la demanda  abocaría a la sugestión. No es responder con su saber conocimiento (S1), esto es, situarse como amo del saber, Si la transferencia está de entrada, cabe al analista fijarla para propiciar el saber de la misma. Resta sólo colocar el saber en el lugar de la verdad, tal cual es la estructura de la interpretación. Lo que debe evitar siempre, por más tentado que se esté, es a puntuar un acto, es decir, explicar si se quiere el acto analítico a aquel que lo recibe con sorpresa, pese a que esta sorpresa reclame significación. No se puede puntuar un acto que es efecto del otro, sino hacer otro acto que despliegue la cadena significante y que de un nuevo sentido.

El hablar de supervisión dentro del campo psicoanalítico nos remite a la función y sentido que tiene en la formación de los analistas. Su importancia queda reflejada al ir unida a la transmisión y al análisis didáctico. Si partimos de la idea de que supervisar es someter a un tercero –pensemos en alguien experimentado- lo concerniente a una sesión o sesiones referentes a un caso, junto con las relaciones transferenciales que el mismo ha generado, esto nos llevará a reflexionar sobre la formación de los analistas y las diferencias que separan a la IPA de Lacan.

Para los primeros, la supervisión se entiende como intercambio de ideas entre colegas, interpretar de manera diferente a como se ha interpretado, -lo que nos llevaría a plantearnos la validez de una interpretación y consiguientemente a la existencia de un metalenguaje-. Para los segundos puede ser entendida como  el estudio de un caso desde el punto de vista de las resistencias, recordemos que incluso las resistencias del analista, lo que nos llevaría a una prolongación del análisis.

Pero la cuestión central sigue siendo entender la supervisión como programa de formación del analista. Tradicionalmente se ha entendido como requisito para la promoción y objeto de evaluación del candidato a analista, como solución institucional obligatoria y reglamentada; hasta el punto de marcar un supervisor distinto del didacta. No se ve más allá de entender la transmisión como enseñanza. Pero recordemos que no hay enseñanza sin transmisión, pero ésta no se agota en la enseñanza.

¿A qué nos conduce esta concepción de la IPA?. Si para ella dirigir la cura es dirigir al analizante y el fin de análisis se entiende como identificación al ideal del analista, es fácil suponer que la supervisión reduplicará la identificación. Si la supervisión es continuación de enseñanza, se sella la identificación con una institución, no con la ética que está en la base del psicoanálisis. Por consiguiente se supervisa para conseguir una legitimación de la práctica y siempre al acecho de los juicios de valor que se deriven de la misma. Parece claro que el candidato sabe entonces qué tiene que hacer para complacer al amo: anular su deseo. Por tanto se supervisa para controlar, dirigir, enseñar, no se sale del ámbito de lo imaginario, del ideal burocrático de control del neófito. Cuestiones que nos revelan el control tradicional.

Lacan va a denunciar el hecho cuestionando a los propios analistas. Hay que salir del término supervisión como referencias a soluciones institucionales, no es un proceso docente como tradicionalmente se entiende, sino de aprendizaje. Ante la cuestión de la formación propone un cierto dispositivos en la escuela y un cierto momento en un análisis: El pase. Para ir más allá de la tradición y la nominación como sanción social. Mediante el pase se testimonia un análisis, es un acto que refuta la significación que da la IPA al didáctico y hacer pasar de analizante a analista y que implica un testimonio sobre su análisis particular además de un compromiso en las transmisión de la experiencia del inconsciente. Allí se nomina un deseo. Autorizarse a sí mismo no quiere decir autorizarse en la institución o en Lacan, sino en sí mismo, en lo que ha sido su propio análisis. Autorizarse en la existencia del Otro. Si se supervisa es porque entiende que hay dificultades en la práctica, pero a diferencia de otros, concibe lo que explicitaba Lacan, que las resistencias no sólo son del analizante, sino del propio analsita. Esto es justamente la tesis de Lacan: No h ay mayor resistencia al análisis que la del analista mismo.

¿Qué función cumpliría así la supervisión?. Ya hemos mencionado que no es la transmisión de un saber, ni la transmisión de una teoría para ello hay otros cauces. No es fácil precisar el límite entre supervisión, control o análisis de control. La supervisión está lejos del análisis, ya que no es estrictamente una asociación libre. La transmisión de un saber nos remite a la enseñanza tradicional en la que el más viejo y experimentado actúa como agente del mismo. La supervisión participa de cierto contacto con ambos términos. Estamos hablando de un acto analítico, de la capacidad de soportar un descubrimiento más que de transmitir conocimiento, ya que se pone en juego el deseo del analista, es decir, una escucha, el señalar lo que no se escuchó para descubrir algo nuevo que antes funcionaba como obstáculo; de esta manera se propiciará el advenimiento en ese yo de desconocimiento que dará aun nuevo sentido que como tal ya no es imaginario, sino, que apunta a lo real por medio de lo simbólico. Se da en fin, una prioridad a la existencia del Otro.

Si por un lado hemos de precisar que nos encontramos ante un tipo particular de supervisión, por otro entendemos que no hay diferentes niveles de la misma, sino, dificultades particulares en cada caso. Entendida así la supervisión otra cuestión es su puesta en escena en situaciones que generan infinitas variables. Estamos hablando de una fenomenología de la supervisión. Efectivamente, no es igual que la demanda de supervisión se formule en términos de práctica privada, como generalmente se entiende, en la que conceptos como dependencia, honorarios, formación de analista, tiempo, analizante por analizante, son más previsibles y ponderables, que en la institución ante la cual cabe plantearse la dependencia administrativa-legal, o bien si se trata de un particular que accede a petición de un grupo. En definitiva, que implican dificultades de diferente índole. Otra cuestión es la formación analítica de los supervisados. Se reclama supervisión o moderar un grupo de personas. No olvidemos que ante un grupo existen actitudes competitivas, críticas exageradas, identificaciones, exhibiciones intelectuales,  búsqueda de aprobación…etc.

¿Por qué la necesidad de reflexionar sobre estas cuestiones?. Es sabido que la práctica en las I.H. está todavía hoy determinada en gran medida por las exigencia filosófico-morales concernientes al ejercicio de los trabajadores sociales, por consiguiente su práctica encuentra en ese límite su ideal, ideal que no coincide con el propio a la ética del psicoanálisis. La institución puede ser permeable al psicoanálisis, pero, de ahí a asumirlo oficialmente, hay una cierta distancia; la distancia que hay entre el ideal pedagógico y la ética del bien-decir del síntoma.

En consecuencia, si avalamos la necesidad de la supervisión es siempre en base a que esta se rija por los mismos postulados que se definen en la dirección de la cura, es decir, que la función analítica excluye lo imaginario del saber psicopatológico y todas las referencia a los ideales clásicos que determinan desde antiguo las prácticas que convencionalmente rigen en la institución.

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